A unos 50 kilómetros del Océano Atlántico, un pequeño pueblo rural se convirtió en un punto turístico y culinario de excelencia. Tres restaurantes marcan la ruta gastronómica ineludible para sibaritas.

En Pueblo Garzón viven 198 personas, 102 mujeres y 96 hombres. Según los datos parciales del Censo 2011, hay 76 hogares, 201 viviendas y 25 locales. También está la plaza, la comisaría, el Club Social y Deportivo, una policlínica, una escuela y no mucho más. Ni banco, ni cajero, ni estación de servicio. Pero esa realidad comienza a cambiar con la llegada de la primavera y explota en diciembre, cuando esta pequeña localidad en el límite entre Maldonado y Rocha abandona la calma chica que la caracteriza el resto del año y se convierte en un punto cosmopolita del globo con una de las mejores propuestas gastronómicas de la región. Muchos europeos y norteamericanos llegan hasta allí atraídos por el nombre de Francis Mallmann, aunque la oferta de restós es cada vez más amplia y profesional.

Claro que Garzón no es para todo el mundo. Hay gente que va, da vuelta a la plaza sin siquiera bajar la ventanilla del auto, y sigue de largo. «Algunos argentinos, por ejemplo, son más bien playeros», reconoce Mariano Piñeyrúa, que desde hace cuatro temporadas lleva las riendas de la boutique de diseño Alium y convierte al pueblo en su casa entre diciembre y marzo.

En el otro extremo está ese público que le escapa al ruido de las grandes urbes y que aprecia los productos únicos, desde una ensalada verde con vinagreta de menta hasta un sofá restaurado y retapizado con una tela pintada a mano. Ese es el tipo de gente que disfruta Garzón. Que lo consume. Y que lo promueve con el boca a boca.

«Es gente sencilla que interactúa con la del pueblo con total naturalidad», coincide el alcalde de la zona Fernando Suárez. Y allí radica el secreto de este éxito que lleva casi una década: los turistas buscan y aprecian la tranquilidad «tan de pueblo» y los habitantes los reciben sin cambiar sus costumbres ni su entorno. «Nadie ha reclamado cambios o mayores servicios. Están contentos como están», dice Suárez.

Esa sana convivencia se hace evidente, por ejemplo, en la tónica de los reciclajes del casco. Pese a la ausencia de legislación, las fachadas y el estilo arquitectónico del pueblo se mantienen temporada tras temporada. «Unas manos de pintura, algún retoque y nada más. Son iguales a cuando yo me crié. No ha sido necesario legislar y eso está buenísimo», señala el alcalde, quien vive allí con su pareja e hijos.

Otro «pequeño gran detalle», puntualiza Suárez, es el alto porcentaje de gente oriunda del pueblo que «no ha vendido y no tiene planificado vender». Para estos pobladores, la transformación de Garzón abrió nuevas fuentes de trabajo que cuidan y agradecen. De hecho, la mayoría de los ayudantes de cocina y el personal de limpieza es local. «Eso da una mixtura muy linda. La gente del pueblo todavía está y se integra con los que van llegando». Incluso hay iniciativas desde el municipio para que jóvenes y adolescentes se capaciten en gastronomía, hotelería y turismo.

Este año, por primera vez, a las opciones de cocina y diseño se suma el deporte. O más bien, se integra el deporte. En el local de Alium se podrán alquilar bicicletas por hora para recorrer el pueblo o hacer mountain bike en las sierras que lo circundan. Habrá mapas señalizados para mostrar caminos y rutas. Y en Lucifer, Lucía Soria preparará distintos tipos de canastas de picnic, desde tentempiés hasta un menú completo.

El atractivo de este pueblo rural que algunos han dado en llamar «la nueva José Ignacio», llegó a oídos y agenda del presidente José Mujica, que ya recorrió las verdes colinas y degustó los multipremiados aceites de Agroland, uno de los emprendimientos industriales más importantes de la zona. La visita fue una excusa para «inaugurar la planta boutique de Colinas de Garzón», explicó el gerente comercial de la empresa, Nicolás Kovalenko. «Se privilegia la calidad por sobre la cantidad», dice. El local permite la cata de aceites y vinos finos, la degustación de almendras y frutas secas, para luego endulzarse con las mieles.

Así, este pueblo que durante décadas vivió del molino y el ferrocarril, hoy disfruta de un nuevo esplendor, diferente al de antaño.

Fuente: www.elpais.com.uy

 

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